Commentary on Political Economy

Tuesday 20 February 2024

 

Sacrificar a Biden para salvar la democracia estadounidense

Joe Biden, tras una rueda de prensa en la Casa Blanca el pasado 13 de febrero.
Joe Biden, tras una rueda de prensa en la Casa Blanca el pasado 13 de febrero. KEVIN LAMARQUE (REUTERS)

Tras sus victorias en las primarias de Iowa y New Hampshire, Donald Trump será con toda seguridad el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en las elecciones del próximo noviembre, y las encuestas le dan una ligera ventaja sobre Joe Biden. Su regreso a la Casa Blanca podría significar la sentencia de muerte de la democracia americana.

En el poder entre 2017 y 2021, Trump puso a prueba los límites. Si fue inicialmente un síntoma de la crisis que aflige a nuestra democracia, Trump se ha convertido ahora en su fuerza motriz. Profundizó las divisiones existentes entre los estadounidenses, acelerando la peligrosa polarización del país; rebajó el nivel del debate público con sus mentiras e improperios. Pasó por alto las reglas fundamentales de la democracia, empezando por el respeto a los controles y equilibrios del poder. Y, sobre todo, tras perder las últimas elecciones presidenciales, intentó por todos los medios impedir el traspaso pacífico del poder, culminando en una insurrección de sus partidarios el 6 de enero de 2021.

Si la democracia estadounidense ha resistido a pesar de todo el primer mandato de Trump, se debe en parte a que llegó a la Casa Blanca sin estar preparado, sorprendido —como todos nosotros— por su propia elección. Confió los puestos clave a personas experimentadas del establishment conservador, que actuaron como salvaguardas, atemperando con éxito sus instintos más radicales durante años. Solo al final de su mandato, tras su derrota electoral, se rodeó de aduladores dispuestos a destruirlo todo para mantenerlo en el poder. Y si escapamos a esta última embestida fue gracias a la fortaleza de las instituciones y a una arraigada tradición democrática, pero sobre todo a unos líderes republicanos que demostraron tener la fuerza suficiente para plantarle cara, como los que se negaron a “buscarle 11.000 votos” en Georgia. Su hasta entonces leal vicepresidente Mike Pence se negó a invalidar los resultados.

Esta vez, si Trump resulta elegido, las cosas serán muy diferentes. Lleva tres años rumiando su rencor y preparando su “venganza”. Dentro de una red de grupos bien financiados, como la poderosa Heritage Foundation, sus partidarios han perfeccionado su programa y elaborado listas de miles de posibles reclutas para sustituir a otros tantos funcionarios de carrera: Trump podrá empezar a aplicar, desde el primer día, una política extremista y una ofensiva sin cuartel contra las instituciones democráticas que habían obstaculizado su poder.

Trump no oculta su intención de ejercer el poder del Estado contra sus “enemigos”, como afirmó ante la Conservative Political Action Conference : “Soy vuestro guerrero. Soy vuestra justicia. Y para aquellos que han sido agraviados y traicionados: yo soy vuestra venganza”. Para ello, empezará por someter al Departamento de Justicia, que supervisa a los 93 fiscales de Estados Unidos, a su dirección política, invirtiendo una norma ética establecida tras el escándalo Watergate, cuando el presidente Richard Nixon utilizó este ministerio para perseguir a sus oponentes políticos. Pero Trump, quien describe sus cuatro causas penales actuales (dos por intentos de subvertir la democracia, otra poner en peligro secretos de seguridad nacional y otra por falsificar documentos comerciales en un pago secreto a la actriz pornográfica Stormy Daniels) como pruebas de una venganza política, no dudará en utilizar el ministerio para iniciar investigaciones contra sus oponentes. “Es una cosa de país tercermundista, ‘mete a tu oponente en la cárcel’”, denunció Trump. “Y eso significa que yo también puedo hacerlo”. En concreto, dijo que nombraría a “un verdadero fiscal especial para ir a por” el presidente Biden y “toda la mafia de Biden”. En cambio, es casi seguro que concedería la amnistía a todos los insurgentes del 6 de enero, y no cabe duda de que abusaría de su cargo para bloquear los procesos penales federales en su contra.

Aunque es generalmente ilegal utilizar al ejército para hacer cumplir la ley en suelo estadounidense, Trump tiene al parecer la intención de invocar la Ley de Insurrección de 1792 para convertir al ejército en una fuerza policial personal, someter a quienes puedan protestar y hacerse cargo de la lucha contra la delincuencia en ciudades y Estados gobernados por demócratas. Anunció su intención de crear vastos campos de detención para inmigrantes indocumentados. Porque, dijo, los inmigrantes están “envenenando la sangre de nuestro país”.

Todo esto ha llevado a muchos estadounidenses a dar la voz de alarma. Estados Unidos “camina sonámbulo hacia la dictadura”, afirma Liz Cheney, líder de los republicanos moderados. También Joe Biden centra cada vez más sus discursos en la amenaza que Trump supone para la democracia.

El peligro de su elección es, en efecto, muy real. Las cuatro causas penales contra Trump ya han dañado sus índices de aprobación entre los votantes independientes e indecisos, pero es posible que solo el caso del pago a Daniels, el menos relevante, llegue a juicio antes de las elecciones. En cualquier caso, cabe recordar para los no estadounidenses, una condena no lo inhabilitaría. En teoría, Trump podría ser inhabilitado en virtud de la Enmienda 14 de la Constitución, adoptada tras la Guerra Civil, que prohíbe a los antiguos funcionarios implicados en “insurrecciones” (como los disturbios del 6 de enero) volver a ocupar cargos públicos. Pero el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, se resistirá seguramente a intervenir y sustituir al electorado estadounidense.

Y el electorado, si no quiere a Trump, tampoco quiere a Biden, a pesar de sus buenos resultados económicos. En un país profundamente dividido, donde la participación electoral ronda solamente el 55%-60%, la movilización será esencial el día de la votación, pero Biden no despierta el mismo entusiasmo entre sus votantes que Trump. Su complicidad con Israel le costará muchos votos entre los negros y los jóvenes, así como en las comunidades árabe y musulmana, decisivas para su victoria en 2020 en varios Estados clave. Sobre todo, los estadounidenses, incluidos la mayoría de los demócratas, consideran a Biden demasiado viejo física y mentalmente para gobernar cinco años más. El devastador informe del 8 de febrero de un fiscal especial que retrató Biden como “un simpático anciano bienintencionado con mala memoria”, y su repuesta pública en la cual cometió varias meteduras de pata, han abierto finalmente un debate público sobre su posible remplazo como candidato de su partido.

A través de las primarias en las que se presenta sin oposición seria, Biden habrá acumulado casi todos los delegados para la convención demócrata en agosto que nombrará el candidato. Por tanto, sólo podría ser sustituido si acepta retirarse, lo que —por el momento— no parece dispuesto a hacer. Y ningún demócrata de peso ha querido romper filas por temor a debilitarlo aún más. Pero el problema de su agudeza mental no desaparecerá. La estrategia de campaña de limitar sus apariciones para evitar más errores no puede tener éxito a largo plazo y solo le impide movilizar apoyos. Voces influyentes están urgiendo a líderes del partido como Barack Obama que pidan a Biden que se haga a un lado por el bien del país. Esto llevaría a una convención abierta por primera vez en décadas, que podría resultar caótica pero que daría a los demócratas la oportunidad de presentar un candidato más convincente y con más posibilidades de ganar en noviembre.

El futuro de la democracia americana está en juego.

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